En el vasto espectro del movimiento okupa, existe una faceta menos conocida pero igualmente significativa: la okupación de propiedades rurales abandonadas. Este fenómeno, que tiene sus raíces en el neorruralismo europeo de las décadas de 1960 y 1970, ha encontrado terreno fértil en España desde los años 80.
Las okupaciones rurales suelen ocurrir en terrenos estatales, donde la burocracia es más lenta y la posibilidad de obtener una concesión para rehabilitar el pueblo ocupado es una realidad. En lugares como Aineto, Artosilla e Ibort, en Huesca, este enfoque ha permitido la revitalización de aldeas olvidadas, comprometiéndose a preservar su patrimonio arquitectónico y cultural.
Aunque la ocupación de propiedades abandonadas, ya sean públicas o privadas, está tipificada como delito de usurpación en el código penal desde 1996, los tribunales suelen archivar los casos una vez desalojada la propiedad ocupada. Desde un punto de vista ético, ocupar pueblos abandonados propiedad del Estado puede percibirse como un acto de servicio a la comunidad, restaurando y preservando un patrimonio que de otro modo se perdería.
Muchas ecoaldeas que hoy prosperan surgieron de ocupaciones realizadas hace décadas, demostrando que esta opción es viable para aquellos que desean establecerse en el medio rural sin disponer de los recursos para comprar una propiedad.
Optar por esta solución implica vivir con incertidumbre, ya que es improbable que se obtenga la propiedad legal de la casa ocupada. Sin embargo, permite invertir en la mejora de la vivienda sin preocuparse por un contrato de alquiler formal.
Es esencial abordar un proyecto de okupación rural con la mentalidad de un inquilino, prorrateando los gastos entre el tiempo estimado de residencia. Aunque el concepto puede parecer ajeno a la mentalidad de propiedad tradicional, ofrece una alternativa económica y sostenible para aquellos que buscan una vida en el campo.
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